martes, 25 de marzo de 2014

CAPITULO 2



Paula reunió toda su fuerza para dar un paso más cerca de donde se hallaba sentado, posado en el borde de la estrecha camilla de hospital. Sus largas piernas colgaban sobre un lado, los dedos de sus pies casi tocando el suelo. Llevaba vaqueros desteñidos, botas de cordones desgastados, y una camiseta blanca. Una chaqueta de motociclista de cuero negra y un casco plateado en la silla junto a la cama. Al menos tuvo el buen sentido de usar uno.
—Es bueno verte. Felicidades —dijo, señalando a la identificación que se hallaba en la parte superior de su bata.
—Gracias. —A propósito no hizo recíproco el comentario “es bueno verte” porque no le gustaba tener que mentir a menos que fuera absolutamente necesario.
—Siempre supe que lo harías.
—Entonces tenías más confianza en mí que yo. Estuve a punto de renunciar más de una vez.
—Pero no lo hiciste, y ahora mírate. Doctora Paula Chaves. Me alegro por ti.
Paula murmuró otro incómodo—: Gracias. —Y echó un vistazo a la historia médica de Pedro con la esperanza de evitar más charla. Se encontraba aquí por una quemadura en el antebrazo izquierdo. Se dio cuenta de que sostenía un poco el brazo hacia un lado para que no rozara la ropa, con la mano apoyada en el muslo.
Al darse cuenta de que tenía que tocarlo, Paula se puso un par de guantes de látex. Aunque era necesario, también proporcionaría una barrera fina entre los dedos y la piel. —Déjame ver la quemadura.
Extendió el brazo frente suyo, torciendo la muñeca para que pudiera examinar la lesión. Podía sentir su mirada como un contacto físico, sentir el calor de su cuerpo irradiando hacia ella. Pedro siempre había sido una de esas personas que eran intrínsecamente amables y tolerantes. Nada parecía inquietarlo. Y, a pesar de su buena apariencia y una personalidad de buen trato, olía increíble, como el cuero mezclado con un toque sutil de algo picante y masculino. Su jabón, tal vez, o una espuma para después de afeitar.
Caray, Paula, enfócate en tu trabajo.
La quemadura abarcaba un área de aproximadamente el tamaño de la palma de la mano, a mitad de camino entre la muñeca y el codo.
Parecía irritado, con la piel roja, hinchada y caliente. Había un par de puntos más cerca del centro que empezaban a subir en pequeñas ampollas, pero por suerte para él no era grave.
—Es más que nada de primer grado con una superficie de segundo grado leve en el centro. No será necesario desbridamiento, sólo un poco de crema antibiótica y un vendaje suelto por una semana o más mientras se recupera. También necesitarás permanecer alejado del sol. Puedo escribir una receta para analgésicos si crees necesitarlos.
—No, estoy bien.
—El ibuprofeno te ayudará con la inflamación.
—Lo tengo. ¿Qué es “desbridamiento” exactamente?
—Con las quemaduras más graves, las capas destruidas de la piel tienen que ser fregadas y extraídas.
Se estremeció visiblemente. —Suena doloroso.
—Ahí es donde la morfina viene muy bien. ¿Cómo te ocurrió la lesión?
—Gajes del oficio. Soy el Sous Chef de Bite.
El estómago de Paula hizo un pequeño descenso extraño al saber que se hallaba de vuelta en Atlanta, trabajando sólo a unas pocas cuadras del hospital.
—¿Has oído hablar del lugar? —preguntó cuándo permaneció en silencio.
—Eh, sí, creo que sí. Muy popular y un éxito entre los críticos locales. Es propiedad de Mateo, ¿Ese tipo que está en la televisión una vez a la semana?
Pedro sonrió y Paula dio un paso atrás, como si esa sonrisa de alguna manera la metería aún más en su campo de fuerza. Ciertamente lo había hecho antes. —Ese es él. Mateo Lattimore es quien me contrató. Un gran chef y un buen chico.
Por alguna razón inexplicable, le preguntó—: ¿Cómo acabaste siendo un chef?
Se encogió de hombros, y la sonrisa se le escapó. —Supongo que fue algo que me encontró. Es una larga historia.
Una que no quería oír y, obviamente, él no quería contar, sobre todo, no a ella.
Sólo era una chica desechable que había follado en la universidad durante siete meses y luego arrojó lejos como el par de guantes, que se quitaba de las manos y depositó en el cubo de la basura.
Paula tomó su historial médico, sosteniéndolo contra su pecho para que sus temblorosas manos tuvieran algo a que aferrarse. —Una enfermera vendrá dentro de unos minutos para darte tu receta e instrucciones de cuidado. Buena suerte, Pedro. —Agarró el picaporte en un intento desesperado por huir de la sala de examen de repente claustrofóbica.
—¿Qué? ¡Espera! —Antes de que pudiera abrir la puerta, se puso de pie, bloqueando su salida con una gran mano extendida a través del marco—. Paula, no te vayas todavía. Hay cosas que yo... tengo que decir algo, ¿de acuerdo?
Durante mucho tiempo se quedó mirando a través de la estrecha ventana en la puerta, esperando que alguien la viera allí de pie y la convocara al exterior, solicitando su ayuda, cualquier cosa para alejarla de Pedro Alfonso y los recuerdos que flotaban a través de ella, luego de que la represa que los había estado conteniendo, de nuevo hubiera reventado.
—Mírame, por favor —dijo Pedro.
Respiró hondo y se volvió hacia él, sacudiendo la cabeza. —No necesito escucharlo, Pedro. Sea lo que sea que piensas que tienes que decir, no necesito escucharlo.
—Lo siento, Paula.
Realmente no tenía necesidad de oír esas palabras. —¿Por cuánto tiempo?
Frunció el ceño. —No te sigo.
—¿Cuánto tiempo lo lamentaste? ¿Ocho años? ¿O sólo por los veinte minutos que han pasado desde que caminé por la puerta? Mi apuesta está en la segunda. Incluso me atrevería a aventurar una respuesta: que ningún arrepentimiento ha cruzado por tu mente hasta esta noche.
—¡Eso no es cierto! —Pasó una mano por el pelo antes de colocarlas en sus caderas.
Paula se negó a mirar su pecho, la forma en que el suave algodón de su camisa se aferraba a él. Ni siquiera era una camisa real, por el amor de Dios. Era una camiseta de resaque, lavada miles de veces y estirada a través de su torso. Y podría resistir estar en un tamaño más grande, por lo que no destacó claramente el fenomenal pulido de sus pectorales, la llanura de sus abdominales y el balanceo de sus bíceps. Camisetas así deben permanecer ocultas debajo de otras piezas de ropa, de ahí la razón por la que fueron llamadas camisetas de resaque.
Si trataba lo suficiente, todavía podía recordar cómo olía su piel en ese espacio poco profundo entre sus pectorales después de una ducha, después de un entrenamiento, después del sexo. Estúpida memoria olfativa.
—Siempre lo he lamentado, Paula. Siempre. Tienes que creerme. Nunca hubiese querido dejarte si no hubiera tenido una muy buena razón para ello.
Se veía tan increíblemente sincero y arrepentido. Paula tuvo que luchar para mantener su fachada de indiferencia ilesa y en su lugar. —Entonces vamos a escucharlo.
Tragó saliva. Su boca se movió como si quisiera formar palabras que no vendrían. Mudo, negó con la cabeza en el suelo.
—Está bien, Pedro, de verdad —dijo con resignación, aunque no lo sentía—. Fue lo mejor de todos modos. Con mi pesada carga académica y tratando de entrar en la escuela de medicina, no necesitaba distracción.
El dicho era cierto: una mentira conduce a otra, y solo había dicho una mentira. Él había sido nada más que apoyo en ese entonces, un oído dispuesto a escuchar, una distracción cuando lo necesitaba, su mejor amigo. Pedro había sido la única persona que la ayudó a aliviar su ansiedad sobre su futuro.
Y también estaba el buen sexo, un potente calmante para el estrés en sí mismo.
—Oh, ¿Así que eso es todo lo que era? Una distracción. Como una molesta avispa tratando de meter mi aguijón en ti. —Torció la comisura de su boca.
Si pensaba que iba a convertir algo pesado en algo ligero, se equivocaba. También se encontraba decepcionada de sí misma, por todavía aferrarse al dolor después de tantos años. Debería haber estado ausente mucho tiempo por ahora, al igual como pensaba que él lo estaba, pero obviamente ese no era el caso. Al verlo de nuevo trajo todo de prisa hacia la realidad.
Paula alzó la barbilla. —Algo por el estilo.
—Oh. Recuerdo las cosas muy distintas. Me parece recordar que te gustaba mi aguijón.—Tienes razón, Pedro. Me gustaba. —Forzó una sonrisa—. Bastante en realidad. Justo hasta el momento en que, junto como su dueño, desapareció. Sin una nota, ni una llamada, nada. Lo menos que podrías haber hecho por mí fue haber escrito una carta “Querida Maria” o algo, así no hubiese estado preguntándome si habías sido golpeado por un autobús. Tuve que saber que te habías ido de la escuela por tu compañero, Beto.
Se acercó más y se echó hacia atrás. Dejarlo en su espacio personal era peligroso.
—Es curioso, suena como a mucha preocupación por mí. Pensé que habías dicho que era nada más que una distracción.
Paula apartó la mano de la puerta y la mantuvo abierta. —Ten cuidado con esa herida —dijo antes de prácticamente correr a la estación de enfermeras.

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