miércoles, 26 de marzo de 2014

CAPITULO 3


Empujó el historial a la primera enfermera disponible que encontró, dándole instrucciones rápidas sobre qué hacer mientras garabateaba su firma en los papeles, y luego se dirigió directamente a la sala de descanso y a su casillero. Su turno había terminado oficialmente. Pero no pudo salir del hospital con la suficiente rapidez.
—¿Estás bien? —dijo Elena detrás de ella, haciéndola casi saltar fuera de su piel.
Puso una sonrisa falsa. —Por supuesto, ¿Por qué?
—Por una cosa, tienes tu suéter al revés.
—Mierda. —Paula se lo quitó, apagada, y hurgó para darle vuelta al lado correcto.
—Creo que deberías saber que preguntó específicamente por ti, Paula.
Dejó caer el suéter, así que pateó la cosa nada colaboradora en su armario y cerró la puerta. A la mierda. Acababa de pasar frío durante unos minutos hasta que se metió adentro de su coche y se calentó. Era finales de marzo, no mediados de enero. Sobreviviría.
—Estoy adivinando que podrían haber significado algo el uno para el otro en algún momento en el pasado.
—Ah, has atinado allí, Elena. En. El. Pasado. Te veré mañana.
Paula se colgó la mochila al hombro y salió de la sala de descanso. Tomó la primera orilla de los ascensores y volvió en sí, pulsando repetidamente la flecha hacia abajo como si eso lo fuera a convocar más rápido. Tan pronto como las puertas se abrieron, se lanzó dentro y apretó el botón P1 para el primer nivel del estacionamiento. Por la forma en que el hospital fue diseñado, una buena parte de su estacionamiento se hallaba bajo tierra. Por desgracia, una mano masculina violó la brecha en el último segundo. Pedro entró, ligeramente sin aliento.
Debería haber tomado las escaleras.
El único otro pasajero, una pequeña señora mayor con un mechón de pelo blanco y un bastón púrpura, miró a Pedro interrogantemente.
—Oh, también voy al estacionamiento, gracias —dijo con una sonrisa que le diría a las flores que florecieran tempranamente. La mujer le sonrió y agarró el pasamano. Probablemente para mantener el equilibrio de toda la testosterona flotando sobre ella. Ya era bastante difícil para una persona joven. Una persona de su edad era susceptible de tener un ataque al corazón.
Paula se quedó allí y lo miró, con la espalda pegada a la pared de acero inoxidable del ascensor durante la breve caída de dos pisos. No había aparcado en el estacionamiento. El estacionamiento de emergencias se encontraba en otra área del hospital. Y no puedes dudar que se veía aún más caliente en la chaqueta de cuero.
Cuando las puertas se abrieron, Pedro dio un paso atrás, apoyando su mano contra ellas, dejando a la mujer bajar. Santiago, uno de los guardias de seguridad del hospital, se detuvo en su trucado carrito de golf.
—Buenas noches, Dra. Chaves —dijo con un cabeceo.
—Hola, Santiago.
—¿Necesita que la lleve?
—No, gracias, pero estoy segura de que a esta buena señora le encantaría.
Santiago saltó y rodeó el carro para ayudar a la señora. Cuando estuvo seguro de que se sentaba en el lugar correcto, se alejó.
Paula ignoró a Pedro y comenzó a caminar hacia su coche, pero, naturalmente, la siguió. Por supuesto, lo hizo. Iba detrás de ella hacia su Honda Accord de segunda mano que había tenido mejores días, para tratar de cauterizar la herida que había abierto de nuevo. Nada de eso importaba. Podía pedir disculpas hasta el cansancio, pero hasta que le diera una razón legítima por la que le había hecho tanto daño, no quería oír nada más de lo que tuviera que decir. Fue en el pasado, como le había dicho a Elena, y ahí es donde necesitaba quedarse. O devolverse a toda prisa.
Buscó en su mochila hasta encontrar sus llaves, lo cual era otra cosa que le había hecho, la agitó tan a fondo que automáticamente no las tenía en su mano cuando apretó el paso del elevador. Una regla básica pero vital de la seguridad de las mujeres, y que Pedro Alfonso la había hecho olvidar,como si no lo hubiera hecho sin falta todas las noches cuando su turno terminaba. Paula quería dar vuelta y arrojarle las llaves a la cabeza en señal de frustración. En cambio, apretó los dientes y las metió en la cerradura en el segundo que llegó a su coche.
Pedro puso su casco en el techo del coche, la agarró por el brazo y la hizo girar hasta que su espalda quedó apoyada contra la puerta.
—¿Qué? —Fue todo lo que logró graznar antes de que su boca cubriera la suya.
Su resistencia se derritió más rápido de lo que se podría decir "para". Con un débil gemido, abrió los labios para dejarlo entrar. Su lengua violó el espacio, mientras sus brazos se abrieron paso por la cintura de Paula, alejándola del coche y estrellándola en su cuerpo duro y caliente.
Sabía que no debía permitir que eso sucediera. Permitir que la besara redefinió la palabra estúpido, pero con cada segundo que duraba el embriagador beso, otra capa de suciedad se despegó de los recuerdos que había enterrado hace tantos años. Hasta que la rodeaban, inundándola en su calor e intensidad. Hasta que juró que podía sentir su piel desnuda presionada a la suya y su peso entre sus muslos.
De alguna manera, sus manos habían hecho su camino hasta sus hombros, sus talones se separaron del concreto para poder acercarse aún más a esa deliciosa boca suya. Siempre había sido tan bueno en esto de los besos, acoplamiento, follando, lo que sea. Al igual que las dos mitades de un todo, cuando se reunieron fue magia.
Pedro Alfonso era la mejor cosa mala que jamás había hecho.
Pero las palabras específicas se destacaron desde ese pensamiento... malo y hecho.
Recuperó sus pensamientos confundidos, lo empujó lejos de ella, ampliando la brecha tanto como el espacio entre los coches le permitían. Ambos respiraban con dificultad, se miraban el uno al otro, con las bocas húmedas, sus dedos se cerraron en nada a falta de algo físico. Casi se estremeció ante la pérdida.
El hombre era peligroso para todas las partes de su cuerpo, no sólo para su lívido oxidada.
—Regresé, Paula. Esta vez para siempre.
—Voy a avisar a los medios de comunicación.Se echó a reír. —No me di cuenta de lo mucho que echaba de menos esa listilla boca tuya hasta que tuve una verdadera muestra nuevamente.
Paula recogió su mochila de donde la había dejado caer al lado de sus pies. —Saboréalo porque no habrá una próxima vez.
Pedro extendió la mano y pasó el pulgar por su labio inferior, que hormigueó. —Vamos a ver eso. —Agarró su casco de la parte superior del coche, metiéndolo bajo su brazo sano—. Conduce con cuidado.
Gruñendo por lo bajo, abrió la puerta del coche y se metió dentro, cerrándolo de nuevo al momento en que su trasero golpeó el asiento. Sólo que ahora no lo hacía para protegerse de algún atacante al azar.

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